Este es el guión de una de esas películas de amor entre un hombre forastero y una ciudad presumida que coquetea mostrando sus encantos.
Me sentía biutiful como Bardem o perro como Gael. Vagaba distante por nuestro ensanche, testigo de excepción aquel 3 de agosto de la salida de tres valientes carabelas cargadas de sueños y de unos avezados marineros capitaneados por un Colón que en estos días se viste de oro.
Mi paseo se distraía con aquella historia entre el rumor de las olas de una ría que atardecía solemne iluminando el escenario de las noches de cine de Huelva. Dispuesto a degustar la rica gastronomía onubense, mi única idea era navegar por la antigua Onuba, descubriendo bares y restaurantes que me enamoraran.
Esa gastronomía tan completa que los onubenses llevan por bandera es una de las señas de identidad de la Huelva que en ese instante se mostraba ante mis ojos.
Pero, ¿qué queda por descubrir de la gastronomía de Huelva? Archiconocidas son las bondades de sus jamones, gambas, sus fresas, coquinas, vinos del Condado o carnes de la Sierra.
Estos productos siempre han ejercido de esbelto mascarón de proa que ha ido situando a Huelva, después de una nada corta travesía, en primera línea del panorama gastronómico nacional. Cierto es que otras capitales puedan llevarse los honores de ser ‘capital del pescaíto frito’ pero a eso ya están acostumbrados por estos lares. ¿Cuántas veces le han querido despropiar del decanato a nuestro Recre?
Es indudable que el primer balón de fútbol que botó en España lo hizo muy cerca de donde me encontraba; seguramente en el Muelle del Tinto después de que bajara de un viejo carguero oxidado para luego subir a la Sierra y servir de entretenimiento a los mineros ingleses de Río Tinto.
Sin darme cuenta me encontraba en la Marina del Puerto, un selecto restaurante a pie de ría, donde disfrutaba de una cerveza y de unas impresionantes vistas marismeñas. Se me hizo corto aquel arroz caldoso con carabineros bien flanqueado por la extensa bodega del singular edificio de tres plantas que preside el cantil del Muelle de las Canoas.
Otra efeméride me recordó la historia que había dejado aparcada. Cruzaba por el Parque 12 de Octubre celebrando la llegada al Nuevo Mundo y escribiendo la leyenda que ahora nos ocupa. Ese 12 de octubre se dibujaba un puente nunca antes diseñado. Las dos orillas se acercaron hasta casi tocarse y el inmenso Atlántico recuerda desde entonces a aquella pequeña rivera donde el que les habla jugaba de pequeño con muchos de sus amigos.
La Mirta me devolvió a la realidad a la vez que me empujaba a navegar hacia lugares más exóticos gracias a su san jacobo de avestruz con salsa kataifi, sus espectaculares rissotos o su milhoja de plátano y foie con toffe de pimientos. Su excelente servicio hacía las delicias de los asistentes que, como yo, saboreaban cada mordisco.
Tras envolver mi estómago en papel de regalo se lo ofrecí amablemente al siguiente camarero que me sonrío diciéndome “siéntese caballero, ahora mismo le tomo nota”.
De este modo, caí rendido a los manjares que me ofrecía aquel tipo bien educado en el oficio de hostelero. El Desembarco presumía de contar con el perfecto maridaje para contentar los sentidos del gusto y el oído. De hecho, pude compartir mesa con los mismísimos Beatles y Yoko Ono (ensalada de piña, tomates cherry, maíz y dados de queso) y esprintar junto al mítico Jesse Owens (sándwich club con pechuga de pollo, tomate crudo y patatas) mientras recordaba los goles que me evocaba ese México ’86 (burrito especial con pollo, verduras y salsa chimichurri). Sin olvidarme de Angie, Layla, Maggie May o cualquiera de las canciones con nombre de mujer que ponían título al track list de montaditos.
Enamorado de la vida, salí silbando letrillas dirigiéndome a un siguiente alto en mi trayecto que me descubriera nuevas sensaciones. Un pajarito me habló de las exquisiteces que vestían la carta del Vilanova, así que sólo me quedaba probar sus berenjenas melosas con salmorejo e ibérico y sus champiñones con salsa tártara y jamón. A modo de casilla de salida, la esquina de su vinoteca da la bienvenida al visitante, presentando a todos la remozada Gran Vía onubense.
Adentrándome por El Punto llegué al mesón El Pozo, un sitio de solera y tradición en Huelva donde disfrutar de unas carnes y un regusto a estar en tu propia casa que embaucaba al más estirado. Me di cuenta de que no quería salir de allí y empecé a pensar en practicar la estrategia del caracol que tan buen resultado le dio a don Jacinto allá por el año 1993.
Antes del ocaso, me apresuré para captar detalles desconocidos de este arco iris de intensos sabores. Descubrí Casa Pepe, un exquisito rincón que escondía un suculento abanico de tapas en su pequeño local de la calle San Salvador. La Qtxara gobernaba la Plaza de las Monjas fabricando escenas de película a través de su presa ibérica marinada con dadito de salmorejo, su carrillera con base de puré de patatas o cualquiera de sus variados arroces y especialidades.
Bajando por Vázquez López, a la vera del teatro onubense, la Fonda de María Mandao mostraba orgullosa sus hamburguesitas de langostinos y una espuma caliente que abrigaba chipirones en su tinta. Marché paladeando mi distinguido Bloody Mary con ostras, cuando me crucé con unos tertulianos que hablaban de la misteriosa leyenda de la sublime tortilla de patatas del Restaurante Juan José, en Villamundaka, al parecer el último reducto de los guisos caseros de más raigambre en esta provincia.
La inercia de la marea me hizo atracar nuevamente, esta vez al otro lado del Gran Teatro, referente de la escena más artística de Huelva. Saludé al bueno de Manolo que me invitó a entrar en El Portichuelo. Dentro pude degustar el mejor jamón de Huelva y un revuelto de la casa que se quedó grabado en mi paladar. El resto de sus tapas y bocados y su inigualable ubicación, sin duda, son la vela mayor de este restaurante que abandera el centro de Huelva.
Para el día siguiente decidí dejar los escenarios del entorno de la capital. Llegando al cercano pueblo de San Juan, me cautivaron los aromas que desprendían los fogones de leña natural de la Hacienda Montija, un enclave donde saciarte con lo mejor de la gastronomía local y serrana. En la Escuela de Hostelería de Islantilla, los alumnos más prometedores se empeñan en homenajear los sentidos de los comensales con originales recetas creadas a partir del fondo de despensa onubense. Y a sólo 8 kilómetros de Huelva, el Salón Las Palomas se erige como el lugar idóneo para realizar cualquier tipo de celebración y apreciar las bondades culinarias de esta tierra.
La candidez de la noche me hizo pensar que el Gran Teatro sería mi última parada, sin saber que ya me encaminaba a la mañana entregándome en cuerpo y mente a los brazos de la luna que, entretanto, miraba ociosa mis quehaceres.
Como si de una posada se tratara, el ambiente de aquella casa solariega me atrapó, trasladándome a la vieja Huelva, donde las calles olían a mar y la inmensa población se dedicaba al oficio de la pesca. Esa morada de Berdigón, 14, restaurada y recuperada para el patrimonio de la ciudad gracias al esmero de Francisco Suárez y Juan Carlos Castro, se ha convertido en escenario ideal para el esparcimiento público, con una atmósfera propicia para el disfrute de la cultura, el café o la copa.
Me dispuse a pasar entonces por otra de las casas señoriales de esta Huelva. La Casona mantenía despierta su terraza ajardinada donde pude disfrutar de la estrellada noche otoñal junto a mi trago. El reencuentro con unos amigos me hizo caer en la cuenta de lo perfecta que estaba siendo la jornada. Entre risas y bromas, veíamos el transcurrir de la vida nocturna por la Alameda Sundheim, esperando que llegara una carroza, como Mamá Cora desde el balcón de su vecina.
Evitando caer en las redes de Morfeo, me dispuse a moverme en un lugar donde poner la guinda al postre del día. Recuerdo cómo el personal de Red Lion, amigos desde que crucé la entrada, me recibieron entre las maderas de sus paredes y el inconfundible olor a canela en rama de su reconocido local frente a la Casa Colón.
De repente te vi. Eras una mezcla de desbordante y exuberante latinidad; con la mirada pícara de Chavela Vargas y el corazón romántico de Mercedes Sosa. En mi cabeza sonaba un ‘Ojalá’ acariciado por la voz de Silvio y las mariposas me llevaban en volandas hacia un futuro juntos.
Una mina como tú podía explotar en cualquier momento así que decidí llevarte a bailar bajo las tablas del león rojo, donde Bagoa nos abrió sus puertas con la mejor música y mejor ambiente. Durante horas agitamos nuestros cuerpos al ritmo cadencioso del último hit que sonaba en las emisoras de radiofórmula, mezclado en la coctelera de los deejays residentes.
Entretanto, Huelva amanecía tímida y anaranjada, susceptible de dejar aún más enamorados a los visitantes. Mientras me encaminaba al albor de ese nuevo día, recordé que Antiqua, uno de los emblemas del ocio onubense, ofrecía un novedoso servicio de buffet libre para el desayuno, justo lo que mi cuerpo necesitaba después del intenso rodaje de la película que yo mismo había protagonizado junto a los lugares más singulares de esta ciudad sureña.
Como yo mismo lo sentí en mi piel, Huelva, en estos días, se convierte para el foráneo en la Kamchatka donde refugiarnos y sentirnos protegidos. Al igual que hacía Harry jugando al TEG. Mi mente, por su parte, mantiene desde entonces inmortalizada la noche en la que a punto estuve de sublimarme al abrir mis seis sentidos a la vez.